miércoles, 12 de diciembre de 2012
Fragmento de un relato
Matías Nicolaci
Lo recuerdo como si fuera hoy, como si ahora mismo lo estuviese viendo: el sol derretía todo, en ese verano, pero como todavía no era mediodía, se podía estar en la calle. Las persianas de los negocios habían sido levantadas trabajosamente, con su ruido de óxido y su descolorido formado de miles de lluvias y ráfagas de viento, y al dejar que entrara la luz del centro amarillo del cielo hacían ingresar a la vez una nubecilla de polvo, cuyas partículas apenas más pequeñas que un grano de arena se diseminaban en el aire, y de las cuales uno nunca podía estar seguro –aunque de alguna manera uno se dejaba llevar por esa incerteza, como si esas motas de polvo fueran el límite exacto de la conciencia; tan difusas que impedían todo intento de reflexión, o conceptualización acerca de ellas- de si se trataba de cosas, objetos, por así decirlo, reales, del mundo, o no.
Cuando miré para adentro del negocio –un rectángulo ancho, lleno de cosas puestas unas encima de las otras, radios viejas, televisores, ventiladores de techo, de pie, motores de autos, de lanchas, vestidos negros, medias, sombreros de todo tipo, anillos- noté esas motas de polvo que entraban con la luz del día y entonces me pareció una combinación perfecta, que todo eso formaba un conjunto que, sirviéndose de los detalles únicamente para la reproducción de una figura que sólo podía percibirse con la mente, una forma, me producía un goce intelectual y sensible a la vez, lo que suele decirse un goce estético.
Como dije, no eran los detalles, los objetos que habitaban ese lugar, sino la disposición, el contraste de luces y sombras que formaban, el orden en el que estaban ubicados, es decir, todo eso que habitaba entre ellos, pero no era propiamente de ellos, el dibujo mental que, todos juntos, acaso como un dios, imprimían en el himen reflector de mi mente. El goce estético no es el goce de lo lindo, de lo vistoso, de lo que llama la atención, es, más bien, el reconocimiento de algo que se sugiere en la materialidad de los hechos, a través de la materialidad de los hechos, y que va más allá de ellos, a la vez con la conciencia de que no se puede ir, paradójicamente, más allá de los hechos. Es como el ojo de Ana cuando mira hacia un costado, y ese costado es un mundo que yo no veo, y yo quisiera estar dentro de sus ojos y ser ella, con su mundo, mirando a su mundo, y no tengo más que los míos, mi muerte y esta distancia. Es como una caverna que se abre entre las cosas, pero en el fondo de esa caverna hay una multiplicación de espejos que la prolongan ilusoriamente hasta el infinito, y se sabe de esa ilusión, se la conoce, pero ya es tarde: ya nos prometieron el infinito.
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