lunes, 29 de noviembre de 2010
Jorge Pinchevsky en Paris
por Herico Campos Cervera
LECCIONES DE MÚSICA
Era lindo ver a Pin tocando su violín. Su rostro se transformaba y su mano izquierda, pequeña y fuerte, se deslizaba sobre el diapasón atravesando cromatismos infinitos y trémolos fulminantes. Tenía gran dominio del arco, y además de improvisar con notas y melodías, le sabía arrancar sonidos insólitos a su instrumento. Lo que yo nunca entendía cuando lo escuchaba en ese cuartito mugriento y lleno de agujeros por donde se filtraba el frío de aquel invierno, era por qué estaba tocando ahí y no en alguna sala abarrotada de público.
Tal vez sólo ahora, con la perspectiva de los años, pueda yo entender que a Pin poco le importaba mostrarse; la música parecía ser solo dominio para su propio goce, así, sin más; incluso tal vez más allá de quién lo estaba escuchando. Cuando recuerdo el lujo que fue para mí compartir con él en aquel cuartito pobre de la rue du Bac, con su pequeña chimenea alimentada con cajones de manzana, me vuelve a la memoria con su sonrisa de niño travieso, la misma que cargaba hasta en sus momentos más dramáticos, diciéndome: -“Loco, para mí improvisar es como meterme en un cuartito tibio, en penumbras, y lejos de todo, sin nadie que me rompa las pelotas; cerrar la puerta y entregarme al placer”-. Y es ahí donde lo encontraba cualquiera que tuviera el privilegio de compartir con él alguno de esos momentos.
En aquel invierno del 1977, París se me había presentado como un caldero en ebullición donde todos nos debatíamos en diferentes niveles de cocción. Estaban los que viviendo ahí desde mucho tiempo habían obtenido algún nivel de seguridad en sus diferentes artes; los que sobrevivían en oficios diversos saltando de situación en situación, y los que como yo, éramos aún más precarios; eternos precarios, con pocas posibilidades de redención. Pin estaba en esa misma categoría; era un precario endémico. A pesar de su inmenso talento y una capacidad que le habría permitido un puesto seguro en alguna buena orquesta, su bohemia incontinente y su gusto por los placeres que le regalaba la calle no le permitían estar en otra categoría. Debo decir que era fácil en aquella ciudad relacionarse con los de uno. Hacer música en la calle, en el Metro o en ciertos bares de la rue Mouffetard ponía a todos en contacto con sus pares; y así fue que me reencontré aquella vez con Pin, después de haberlo visto en las Baleares unos años antes.
Teníamos varios amigos en común, entre ellos a Chipy Lagos, una amiga argentina a la que le gustaba cantar tangos. Después de tantos años viviendo en Paris, Chipy se había transformado en una suerte de institución benéfica para muchos argentinos que intentaban sobrevivir en aquella dura ciudad. Pin la apreciaba y para hacerle un homenaje, y de paso ganarse unos francos con algún concierto, le ofreció armar un grupo para acompañarla. Junto al Colorado Alejandro Lafleur y a Rubén Alterio, un pintor argentino que también tocaba el saxo y el clarinete, ambos buenos amigos míos, nos unimos al proyecto. Rubén trajo consigo una serie de colegas suyos saxofonistas con los que en aquel momento tocaban juntos en la conocida Urban Sax Band; todos ellos felices de participar en el proyecto de alguien que se había ya ganado algún prestigio en ciertos ambientes musicales parisinos. Pin se había esmerado en preparar unos arreglos particulares para aquella extraña orquesta, plagada de saxofones. Lastimosamente aquel propósito acabó en pocos ensayos debido a la envergadura del mismo y las pocas posibilidades de producción con que se contaba en aquel momento. Ensayábamos en un amplio sótano de la rue du Bac, y lo que me quedó de toda aquella aventura musical fue la imagen de Pin flotando en el aire, como en un cuadro de Chagall, con el pelo revuelto, bajando a los ensayos con un foulard de seda blanco alrededor del cuello, su violín en la mano y unas partituras bajo el brazo. Luego, ya en acción, como un espadachín dirigiendo con el arco de su violín aquella banda, lo digo ahora, a la distancia, tal vez algo demencial; pero todos concentrados acompañando a nuestra cantante, aunque cada vez que los músicos atacábamos con algún “en plein” terminaban Chipy y su voz sepultados en el fragor de aquella orquesta con su acumulado de aerófonos.
En aquel tiempo yo tocaba la guitarra prácticamente de “oído”, y había descubierto en la música un arte que además de permitirme expresar con felicidad, me daba de comer. Con el tiempo se me había hecho la necesidad de saber más; intuía un mundo de maravillas escondidas en el universo de la teoría. Por tal razón había decidido salir de una isla en Baleares donde vivía en el campo y pasar aquel invierno en París tratando de aprender música. Precisaba como el aire saber descifrar una partitura, leer un pentagrama, aprehender algunos elementos teóricos para defenderme en aquel oficio que me hacía feliz. Con cierta vanidad creo que hoy puedo decir que Pin fue mi primer maestro de música.
Ante el insistente requerimiento de varios amigos músicos, un día Pin se decidió a armar un taller o grupo de estudio. La idea era juntarnos seriamente un día a la semana y tomar lecciones de música con nuestro amigo. Las clases se desarrollarían en su casa, donde de paso yo me le había pegado aquel invierno ya que, como siempre, no tenía donde dormir. Tal vez sea generoso denominar el lugar donde vivía Pin como una “casa”, cuando en realidad era un cuartito con un baño mínimo, una cocina sin puerta, también muy pequeña, y una ventana eternamente empañada por el frío condensado en sus cristales. Era todo muy precario y sin calefacción, pero con una pequeña chimenea, única posibilidad que existía para calentar el ambiente; una pocilga, como se puede llamar a un lugar con esas cualidades, aunque en la situación en que yo me encontraba se me hacía un palacio. Por las noches solíamos hacer largas expediciones con Pin por el vecindario a recoger cajones vacíos frente a las fruterías, para quemar en la chimenea. A veces también peregrinábamos por otros sitios sórdidos y peligrosos de la ciudad para comprar un poco de caballo, sin el cual en aquel tiempo Pin no podía vivir.
Pinchevsky era un artista irreverente y reventado; reventado por la vida y por las drogas, un ser que se debatía constantemente en la búsqueda de una salida a sus inquietudes existenciales y artísticas. Vivía cuestionándose a cada paso que daba; no era muy culto pero sí muy inteligente, y dramáticamente sensible, algo que lo había convertido en víctima de sus propios desasosiegos. Ese invierno yo lo seguí en sus movimientos y llegué a captar en él momentos de gran euforia y otros en los que se sumía en profundas depresiones; muchos de esos lapsos mediados por la falta o el exceso de heroína. Aquellos meses de convivencia, con sus clases de música, fueron lo que mejor me permitió conocerlo y disfrutarlo, en su mejor dimensión humana y artística.
Se había establecido comenzar los talleres en un determinado día de la semana y el horario era alrededor de las nueve de la mañana. Éramos un grupo muy heterogéneo y todos nos sentíamos muy orgullosos de poder concurrir a aquellas clases magistrales. Pin era para nosotros un grande. Debía ser gracioso vernos a todos reunidos a su alrededor, cual discípulos de un maestro que parecía algo chiflado.
Como yo dormía en la casa siempre estaba presente antes de la llegada de los demás alumnos; incluso por la mañana temprano asistía a Pin calentando el agua para preparar su primera dosis, sin la cuál no podía evidentemente funcionar. Le ayudaba con gusto porque entendía de lo que se trataba; también había yo pasado alguna vez por ese trance, aunque nunca a esos niveles. La heroína es una droga dura; dura y maldita; cuando empiezas tocas el cielo, pero cuando terminas rayas en el infierno. Y Pin tocaba el infierno por las mañanas. Se despertaba temprano tiritando de frío por la abstinencia, y se dirigía temblando a la cocina, se ligaba fuertemente el brazo con una goma para evidenciar la vena y el punto donde inyectarse, y se aplicaba su dosis como un autómata. Era grotesco verlo entrar a la cocina, prácticamente arrastrándose, pero reconfortaba verlo salir sonriente y lleno de vida para empezar el día. Esa fue una parte de la cotidianidad que compartí con él en aquel período. Nos hacíamos luego un té y esperábamos al resto de los alumnos para empezar el taller.
La gente llegaba y cada uno buscaba un rincón donde acomodarse; todos sentados en el piso, y con frío. No había sillas en aquella casa y la madera para la chimenea se había generalmente acabado durante la noche anterior. Cada uno con su cuaderno y su lápiz. Pin sobre un pequeño e improvisado pizarrón empezaba a explicarnos con infinita paciencia los intervalos, la formación de los acordes, los primeros secretos de la armonía y el contrapunto. Tomábamos nota y hacíamos los ejercicios que nos iba poniendo el maestro. Pin daba el tiempo que cada uno necesitaba para entender cada cosa, y casi con cariño se ponía al lado del que tenía dificultad para volver a explicarle cada pequeña duda. Transcurría sin contratiempos la clase, aunque con el avance de la mañana se empezaba a poner molesto e irascible. Iniciaba a sudar, a enervarse y a perder poco a poco la paciencia. Se ofendía con el que no entendía algo y regañaba al que no le hacía bien los ejercicios; hasta ponerse tan irascible que todos nos dábamos cuenta que el efecto del caballo se le estaba pasando y la abstinencia lo empezaba a torturar.
Llegado ese punto ponía a hervir agua y todos entendíamos perfectamente que era para preparar otra dosis y ensillar su caballo. Nosotros nos dábamos cuenta de todo pero obviamente ninguno tenía el derecho, ni era capaz de decir nada. Pin desaparecía en la cocina y desde adentro murmuraba correcciones y daba indicaciones sobre el ejercicio que nos había dejado. Era tal el grado de confianza al que habíamos llegado que a veces se olvidaba de lo que estaba haciendo y se asomaba para corregir con la camisa remangada, el brazo alzado y rodeado de aquella goma y un cabo de la misma cogido con los dientes para ajustarla. Cuando terminaba de inyectarse salía de la cocina y entraba sonriente, con los ojos brillantes; y así continuaba su clase con ímpetu y recargado de la paciencia que había perdido. Era dramático y conmovedor en esas ocasiones ver a Pin, pequeño como un niño, con su pelo ensortijado y sus ojos claros como nublados, tratando de sobrellevar el drama que lo consumía. Pero aquellos eran tiempos en que esas cosas eran normales, y la vida debía continuar.
En cuanto a las clases de música debo decir que teniendo Pin una formación musical clásica, su pedagogía era de una característica algo formal. Pero con él conviviendo aquel invierno pude mejor entender la diferencia que existía entre lo que se puede decir un “buen músico” y un artista. Había siempre algo más que aprender de Pin. La mayoría eran cosas intangibles, porque existen en la música muchos elementos que se deben sentir para aprenderlos y eso solo ocurre viendo a un verdadero maestro. A mi personalmente, y con su ejemplo vital, Pin me enseñó a ver, entre otras cosas, cómo el valor va más allá de la duración y el sonido impreso a una nota cuando ésta va acompañada del espíritu que la impulsó, y la poca importancia que puede tener un chorro veloz de notas ante la particularidad de una sola pequeña nota. Creo que he conocido a muchos buenos músicos, pero artistas como Pin, muy pocos.
Y así fue hasta que un día, tal vez por la misma precariedad en que todos vivíamos, se terminaron aquellas inolvidables clases de música. No obstante recuerdo antes haberle presentado a Pin en uno de esos días invernales a una amiga mía francesa que se llamaba Arianne y con la cuál mas tarde supe que se había ido a Grenoble. Después de ese duro invierno, con los primeros días tibios de aquella primavera que iniciaba decidí volverme al sur, a Baleares, para recuperar el calor perdido. Ya otras veces antes me había ido de Paris, casi siempre con una agria sensación de vacío, como un ladrón que escapa sin botín. Esta vez sentí llevarme algo escondido, no sabía con exactitud qué, pero lo sentí valioso.
Pasaron varios años y estando una noche sentado en el Bar de La Opera, en las Ramblas de Barcelona, noté a varias mesas de la mía a un grupito de jóvenes. Me dí cuenta que eran argentinos por su manera atropellada de hablar y observé que rodeaban a alguien mucho mayor que ellos y lo escuchaban casi reverencialmente; me dio curiosidad la circunstancia y cuando mejor observé me di cuenta que estaban con Pin. Me levanté feliz y fui a saludarlo; nos abrazamos fuerte y me contó que estaba en Barcelona esperando el barco que al día siguiente salía para Argentina. Me dijo que me quería mostrar algo y abrió un paquetito envuelto con papel periódico que tenía entre sus manos. De ahí saltaron un montón de fotos arrugadas y manoseadas, en todas ellas había niños, y cuando de pronto en alguna reconocí a Arianne, me contó con su sonrisa de niño travieso que se había casado con ella y habían tenido esos niños que estaban en las fotos, y que se volvía a la Argentina para tratar de rehacer su vida.
Nunca más lo volví a ver. Conservo hasta el día de hoy esa última imagen suya, con sus pequeñas manos, fuertes y callosas, abriendo aquel paquetito lleno de fotos, todas ajadas y manoseadas; rodeado de admiradores, como siempre. Después supe por otros amigos comunes que estaba en Mendoza, y en los últimos años a través de Internet me puse más al corriente de sus andanzas en Buenos Aires, hasta enterarme, con tristeza, que había muerto en una bizarra circunstancia; como todo debió ser en su vida.
viernes, 20 de agosto de 2010
Si los tiburones fueran hombres
de Bertolt Brecht (1898-1956).
— Si los tiburones fueran hombres -preguntó al señor K. la hija pequeña de su patrona- ¿se portarían mejor con los pececitos?
— Claro que sí -respondió el señor K.-. Si los tiburones fueran hombres, harían construir en el mar cajas enormes para los pececitos, con toda clase de alimentos en su interior, tanto plantas como materias animales. Se preocuparían de que las cajas tuvieran siempre agua fresca y adoptarían todo tipo de medidas sanitarias. Si, por ejemplo, un pececito se lastimase una aleta, en seguida se la vendarían de modo que el pececito no se les muriera prematuramente a los tiburones. Para que los pececitos no se pusieran tristes habría, de cuando en cuando, grandes fiestas acuáticas, pues los pececitos alegres tienen mejor sabor que los tristes. También habría escuelas en el interior de las cajas. En esas escuelas se enseñaría a los pececitos a entrar en las fauces de los tiburones. Estos necesitarían tener nociones de geografías para mejor localizar a los grandes tiburones, que andan por ahí holgazaneando.
Lo principal sería, naturalmente, la formación moral de los pececitos. Se les enseñaría que no hay nada más grande ni más hermoso para un pececito que sacrificarse con alegría; también se les enseñaría a tener fe en los tiburones, y a creerles cuando les dijesen que ellos ya se ocupan de forjarles un hermoso porvenir. Se les daría a entender que ese porvenir que se les auguraba sólo estaría asegurado si aprendían a obedecer. Los pececillos deberían guardarse bien de las bajas pasiones, así como de cualquier inclinación materialista, egoísta o marxista. Si algún pececillo mostrase semejantes tendencias, sus compañeros deberían comunicarlo inmediatamente a los tiburones.
Si los tiburones fueran hombres, se harían naturalmente la guerra entre sí para conquistar cajas y pececillos ajenos. Además, cada tiburón obligaría a sus propios pececillos a combatir en esas guerras. Cada tiburón enseñaría a sus pececillos que entre ellos y los pececillos de otros tiburones existe una enorme diferencia. Si bien todos los pececillos son mudos, proclamarían, lo cierto es que callan en idiomas muy distintos y por eso jamás logran entenderse. A cada pececillo que matase en una guerra a un par de pececillos enemigos, de esos que callan en otro idioma, se les concedería una medalla de varec y se le otorgaría además el título de héroe.
Si los tiburones fueran hombres, tendrían también su arte. Habría hermosos cuadros en los que se representarían los dientes de los tiburones en colores maravillosos, y sus fauces como puros jardines de recreo en los que da gusto retozar. Los teatros del fondo del mar mostrarían a heroicos pececillos entrando entusiasmados en las fauces de los tiburones, y la música sería tan bella que, a sus sones, arrullados por los pensamientos más deliciosos, como en un ensueño, los pececillos se precipitarían en tropel, precedidos por la banda, dentro de esas fauces.
Habría asimismo una religión, si los tiburones fueran hombres. Esa religión enseñaría que la verdadera vida comienza para los pececillos en el estómago de los tiburones.
Además, si los tiburones fueran hombres, los pececillos dejarían de ser todos iguales como lo son ahora. Algunos ocuparían ciertos cargos, lo que los colocaría por encima de los demás. A aquellos pececillos que fueran un poco más grandes se les permitiría incluso tragarse a los más pequeños. Los tiburones verían esta práctica con agrado, pues les proporcionaría mayores bocados. Los pececillos más gordos, que serían los que ocupasen ciertos puestos, se encargarían de mantener el orden entre los demás pececillos, y se harían maestros u oficiales, ingenieros especializados en la construcción de cajas, etc. En una palabra: habría por fin en el mar una cultura si los tiburones fueran hombres.
— Si los tiburones fueran hombres -preguntó al señor K. la hija pequeña de su patrona- ¿se portarían mejor con los pececitos?
— Claro que sí -respondió el señor K.-. Si los tiburones fueran hombres, harían construir en el mar cajas enormes para los pececitos, con toda clase de alimentos en su interior, tanto plantas como materias animales. Se preocuparían de que las cajas tuvieran siempre agua fresca y adoptarían todo tipo de medidas sanitarias. Si, por ejemplo, un pececito se lastimase una aleta, en seguida se la vendarían de modo que el pececito no se les muriera prematuramente a los tiburones. Para que los pececitos no se pusieran tristes habría, de cuando en cuando, grandes fiestas acuáticas, pues los pececitos alegres tienen mejor sabor que los tristes. También habría escuelas en el interior de las cajas. En esas escuelas se enseñaría a los pececitos a entrar en las fauces de los tiburones. Estos necesitarían tener nociones de geografías para mejor localizar a los grandes tiburones, que andan por ahí holgazaneando.
Lo principal sería, naturalmente, la formación moral de los pececitos. Se les enseñaría que no hay nada más grande ni más hermoso para un pececito que sacrificarse con alegría; también se les enseñaría a tener fe en los tiburones, y a creerles cuando les dijesen que ellos ya se ocupan de forjarles un hermoso porvenir. Se les daría a entender que ese porvenir que se les auguraba sólo estaría asegurado si aprendían a obedecer. Los pececillos deberían guardarse bien de las bajas pasiones, así como de cualquier inclinación materialista, egoísta o marxista. Si algún pececillo mostrase semejantes tendencias, sus compañeros deberían comunicarlo inmediatamente a los tiburones.
Si los tiburones fueran hombres, se harían naturalmente la guerra entre sí para conquistar cajas y pececillos ajenos. Además, cada tiburón obligaría a sus propios pececillos a combatir en esas guerras. Cada tiburón enseñaría a sus pececillos que entre ellos y los pececillos de otros tiburones existe una enorme diferencia. Si bien todos los pececillos son mudos, proclamarían, lo cierto es que callan en idiomas muy distintos y por eso jamás logran entenderse. A cada pececillo que matase en una guerra a un par de pececillos enemigos, de esos que callan en otro idioma, se les concedería una medalla de varec y se le otorgaría además el título de héroe.
Si los tiburones fueran hombres, tendrían también su arte. Habría hermosos cuadros en los que se representarían los dientes de los tiburones en colores maravillosos, y sus fauces como puros jardines de recreo en los que da gusto retozar. Los teatros del fondo del mar mostrarían a heroicos pececillos entrando entusiasmados en las fauces de los tiburones, y la música sería tan bella que, a sus sones, arrullados por los pensamientos más deliciosos, como en un ensueño, los pececillos se precipitarían en tropel, precedidos por la banda, dentro de esas fauces.
Habría asimismo una religión, si los tiburones fueran hombres. Esa religión enseñaría que la verdadera vida comienza para los pececillos en el estómago de los tiburones.
Además, si los tiburones fueran hombres, los pececillos dejarían de ser todos iguales como lo son ahora. Algunos ocuparían ciertos cargos, lo que los colocaría por encima de los demás. A aquellos pececillos que fueran un poco más grandes se les permitiría incluso tragarse a los más pequeños. Los tiburones verían esta práctica con agrado, pues les proporcionaría mayores bocados. Los pececillos más gordos, que serían los que ocupasen ciertos puestos, se encargarían de mantener el orden entre los demás pececillos, y se harían maestros u oficiales, ingenieros especializados en la construcción de cajas, etc. En una palabra: habría por fin en el mar una cultura si los tiburones fueran hombres.
sábado, 10 de abril de 2010
Un genocidio por el oro, después de la "Conquista del Desierto"
por Mario Rabey
La imagen muestra a Julio Popper cazando indios Onas (Selknam) en Tierra del Fuego.
La foto forma parte de un álbum que Popper obsequió al presidente argentino Juárez Celman. Martin Gusinde relata cómo los cazadores «enviaban los cráneos de los indios asesinados al Museo Antropológico de Londres, que pagaba ocho libras por cabeza».
Las expediciones mineras fueron las responsables de gran parte de las muertes por acción directa en contra de los Selk'nam.
Entre las expediciones más conocidas, están las conformandas por Julius Popper, quien para actuar libremente en un territorio poblado, persiguió a los selk'nam, a los cuales mataba y robaba. Con los objetos robados a sus víctimas, formó su propia colección de objetos, que exhibió en un álbum fotográfico, incluyendo en ella una secuencia completa de un ataque perpetrado por él y su contingente de mercenarios con armas de fuego, hacia tolderías indígenas.
En este contexto, ocurrió la masacre de la playa de San Sebastián, en noviembre de 1886, en la que el comandante Ramón Lista, al frente de un grupo de marinos, atacó una toldería Selknam provocando la muerte de 27 de ellos.
Los Selknam, los pobladores de las planicies de Tierra del Fuego, fueron casi completamente eliminados. Un pueblo, su gente, su cultura. Inmediatamente después de la "Conquista del Desierto". Un "Desierto" que estaba habitado por pueblos, gente, culturas.
Un "Desierto" donde se vivía, se dormía, se cazaba y recolectaba, se cocinaba, se comía, se hacía el amor y se hacían fiestas.
Un Desierto sin Civilización.
La imagen muestra a Julio Popper cazando indios Onas (Selknam) en Tierra del Fuego.
La foto forma parte de un álbum que Popper obsequió al presidente argentino Juárez Celman. Martin Gusinde relata cómo los cazadores «enviaban los cráneos de los indios asesinados al Museo Antropológico de Londres, que pagaba ocho libras por cabeza».
Las expediciones mineras fueron las responsables de gran parte de las muertes por acción directa en contra de los Selk'nam.
Entre las expediciones más conocidas, están las conformandas por Julius Popper, quien para actuar libremente en un territorio poblado, persiguió a los selk'nam, a los cuales mataba y robaba. Con los objetos robados a sus víctimas, formó su propia colección de objetos, que exhibió en un álbum fotográfico, incluyendo en ella una secuencia completa de un ataque perpetrado por él y su contingente de mercenarios con armas de fuego, hacia tolderías indígenas.
En este contexto, ocurrió la masacre de la playa de San Sebastián, en noviembre de 1886, en la que el comandante Ramón Lista, al frente de un grupo de marinos, atacó una toldería Selknam provocando la muerte de 27 de ellos.
Los Selknam, los pobladores de las planicies de Tierra del Fuego, fueron casi completamente eliminados. Un pueblo, su gente, su cultura. Inmediatamente después de la "Conquista del Desierto". Un "Desierto" que estaba habitado por pueblos, gente, culturas.
Un "Desierto" donde se vivía, se dormía, se cazaba y recolectaba, se cocinaba, se comía, se hacía el amor y se hacían fiestas.
Un Desierto sin Civilización.
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